Hoy soy una mujer satisfecha con lo que soy, algún que otro conflicto, alguna insatisfacción, pero, en general, satisfecha. A raíz de Alameda 2018 de Rocío Huertas, se ha instalado en mí una sensación y me he atrevido a pensar explícitamente en un punto concreto de mi historia que latía desde siempre en modo conflicto, algo feo.
Tengo recuerdos de infancia de muchos tipos pero los escolares son poco motivadores, más bien, son recuerdos crueles, humillantes, feos… las monjas que se hicieron cargo de mi educación no fueron un ejemplo de bondad y amor, ni siquiera de caridad sino más bien lo contrario, ese hábito blanco y negro sigue despertando en mí, con 48 años, rechazo y enfado. Pero hubo un punto de inflexión que marcó mi existencia… afortunadamente.
Mis notas no eran buenas, mi autoestima tampoco, había sido encasillada como una niña torpe, buena… pero torpe y recuerdo sentir en mi cuerpo el pinchazo contundente del miedo, no el miedo a sus miradas y palabras humillantes sino, más doloroso aún, a no ajustarme a esa expectativa tan limitante sobre mí. Algunas materias no las entendía, las matemáticas eran una hora de un idioma desconocido y cada vez que se evidenciaban mis errores, como era de esperar en alguien que no está entendiendo, la respuesta no era el explicar sino castigar o humillar públicamente. Otras cosas las hacía bien, recuerdo leer en voz alta muy bien… en casa… para mí… recuerdo pronunciar bien inglés, cuando estaba sola y nadie me escuchaba… yo me deleitaba en soledad de esos sonidos que salían con fluidez de mi boca… me gustaba escucharme haciéndolo bien, pero nunca en público, la tensión de no cubrir una expectativa era demasiado intensa… si no lo hacía bien lograba cubrir la necesidad de pertenencia, la tranquilidad del «pertenezco a un grupo», «no estoy sola» pero mi lugar en ese grupo era abajo, bastante abajo… desde allí contemplaba cómo otras niñas destacaban y el trato que merecían por ello, tan diferente del que yo merecía, pero ese era el lugar que yo ocupaba y allí no había brillo. Bueno, les gustaba cómo cantaba… aunque nunca me lo dijeron, simplemente me llevaban al coro o a alguna actuación.
En medio de ese maltrato soterrado, llegó una monja diferente, canaria, la madre María José. No parecía monja, era como si pudiese verla sin hábito, como si fuera normal, su mirada era generosa y de un profundo respeto, era una mirada de amor, no necesitaba hablar para trasmitir una cálida sensación de abrazo pero, aunque no lo necesitaba, lo hacía, hablaba y se reía con la misma generosa entrega. Sin hacer nada sobrehumano me trató con respeto, me miraba a los ojos y me alentaba y fue delante de ella que me atreví, arropada en su mirada, a leer en inglés en voz alta y me premió públicamente por mi buena pronunciación y me regaló la maravillosa y única experiencia de mis primeras buenas notas y mi primera y maravillosa experiencia de esperar más de mí, de sentir que yo podía… creó una fractura en esa carcasa impuesta limitante y oscura por donde comenzó a entrar luz, pude respirar de otra manera y regocijarme en un ser vista brillante, esa fisura permitió espacio para que pudiera expandir otras partes de mí, fue un punto de inflexión en mi vida que me permitió ver lo que hacía bien, que me permitió orientarme con interés hacia el gusto de aprender, que afianzó una mirada curiosa y alegre ante la vida. Respiro profundo al recordarlo, con alivio, con descanso y con mucho amor hacia aquella niña sin espacio para creer en ella. Desde entonces, he estudiado mucho, mucho tiempo y con mucho placer.
Ella se fue de ese convento de clausura que debía ser un medio muy enfermo, dejó de ser monja… ella no sabe cómo me marcó pero seguramente me salvó la vida. Ojalá pudiera agradecerle…
Esa niña de comunión soy yo, con mi carita de buena, creo que más o menos en esa época en que la madre María José me salvó.
Este recuerdo almacenado en mi memoria implícita me llena de amor.
Hoy sé que soy esa niña avergonzada y que no sabe y también soy esa niña que brilla y es alegre, podría haber sido sólo la primera pero hubo una mirada que me alentó. Ahora, hay veces que la crítica me hace ser la niña avergonzada, me siento pequeñita y humillada y otras me sale esa niña alegre, brillante y orgullosa de mí. Una mirada positiva rompió mi rígido disfraz y me permitió ser más. Somos según somos miradas, dependemos de esas miradas.
Somos dependientes emocionalmente.
Completamente de acuerdo contigo. Me he visto en ti. Que necesaria una educación más plena y consciente de potenciar los dones y talentos individuales ante tanto estándar educativo. Gracias por tus palabras y tú sinceridad. Te abrazo desde la niña que soy.