Ser mujer.

Ser mujer, esa experiencia de la que se escribe y se habla con más o menos acierto, de la que se visibilizan y silencian partes según convenga, de la que mitifica y desmitifica según antojos.

Esa experiencia está rastrillada universalmente por los abusos. No conozco a ninguna mujer que al hablar de abusos no tenga una experiencia que contar.

Quien más, quien menos ha pasado por un exhibicionista, por alguien que te habla en voz baja, para que no le entiendas, y te toma la mano y la pone en su pene, quien te enseña lo que no sabes que vas a ver, quien pisotea tu inocencia, quien te agarra el culo, quien se frota, quien te insulta con la excusa de un piropo, quien te dice exagerada por mosquearte porque alguien abusa de ti y lo más grande, es una experiencia universal.

Parece que todas hemos asumido que eso forma parte de nuestra historia y que es «lo normal», sin embargo al manifestarlo en voz alta todas se sienten dañadas. No parece tan normal.

Que el abuso forme parte de las vidas de las mujeres es más que un insulto, es más que un uso indebido de sus derechos, es más que algo que no nos gusta. Nos enseña la forma en que nos relacionamos hombres y mujeres, que no debemos dar por hechos nuestros derechos y nos enseña a vivir con miedo.

Debemos gritarlo. Nuestro silencio mantiene sus abusos y nos hace débiles. Las mujeres tenemos que contarlo para evitar que nuestras hijas los vuelvan a vivir y nuestros hijos a cometer. No quiero ser cómplice de eso que tan mal me ha hecho sentir, no lo quiero perpetuar y nuestra herramienta es desvelarlo. Nuestra herramienta es gritarlo y educar en la libertad, en el respeto y en la conciencia de que tu cuerpo sólo te pertenece a tí. Tu cuerpo es sólo tuyo.

Durante muchos días un hombre viejo me esperó en una esquina en el camino diario hacia el colegio. Todo empezó un día que se me acercó en esa misma esquina y me dijo algo en voz baja que yo no entendí, me puso nerviosa, tuve miedo, pero a continuación cogió mi mano y riéndose me la puso encima de su pene duro. Lo tengo tatuado en mi cerebro. Aún recuerdo incluso la temperatura. Ahí dejé de tener miedo, estaba aterrorizada, comencé a correr y me metí en una panadería para protegerme, le conté al tendero la historia, dijo «guarro! Quédate aquí cuanto quieras». Cuando empecé a respirar normal llegué al colegio, nerviosa, asustada, culpable, miedosa, desconcertada. Nunca lo conté a nadie durante años. Ese hombre me esperaba cada mañana en la misma esquina y yo corría buscando callejones alternativos. Nunca conté nada. Todavía me parece a veces verle por alguna calle. Ojalá haya muerto de una muerte horrible.

Además de esto ha habido tíos que se masturbaban mientras yo iba en bicicleta a la facultad, otros se han frotado en autobuses o conciertos, barbaridades a voz en grito por la calle, malvados con la creencia de que yo soy una cosa que se puede despojar de humanidad por tener tetas.

Se acabó mi complot con ellos! Lo voy a gritar!

 

Hay poca investigación al respecto, pero existe un interesante estudio realizado por el Félix López, catedrático de psicología de la universidad de Salamanca.

http://www.congresofapmi.es/imagenes/auxiliar/11curso_felix_II%20CONGRESO.pdf